Narrativa sobre experiencia personal en el ámbito de la salud
NARRATIVA SOBRE EXPERIENCIA PERSONAL EN EL ÁMBITO DE LA SALUD
Respuesta a la pregunta realizada en la asignatura de IPC.
Desde que tengo
uso de razón siempre he ido al médico pero, como niña, tenía una visión un
tanto horripilante y lo único que recuerdo con toda seguridad eran con inquietantes
ojos claros de Don Daniel, mi pediatra. Nunca consiguió hacerme sentir segura y
entrar en esa sala blanca y llena de posters me imprimía, incluso, cierto
temor.
Sin embargo,
desde que estudio Medicina, todos los doctores que me han tratado han pasado
por un riguroso examen en cuanto a la relación médico-paciente se trataba y
tengo varios en mente muy recientes.
La primera que
me viene a la cabeza es precisamente de este invierno, cuando enfermamos cuatro
de los cinco miembros de mi familia con gastroenteritis y tuvo que venir una
doctora, Médico de Familia a casa para tratarnos. Amable, simpática, sonreía
mucho e, incluso, hizo alguna que otra broma para relajar el ambiente.
Mi abuela había
venido a cuidarnos, mi madre, que sabe bastante biología, aunque no tanta
microbiología, y mi hermano está empezando a dar las diferencias entre células
eucariotas y procariotas. Así que, los únicos allí con cierto conocimiento de enfermedades
infecciosas éramos mi hermana y yo. Cuando la doctora explico de forma rápida,
sencilla y eficaz la alta tasa de mutabilidad vírica, hasta mi abuela
comprendió la importancia de la desinfección con lejía, para evitar una
recaída.
En esta ocasión
fue mi abuela la que le dijo que estaba en plena época de exámenes y que
estudiaba Medicina y fue cuando ella comenzó a preguntarme por la carrera, lo
que quería ser y me dio consejos para estudiar estando en la situación que
estaba.
Otra ocasión fue
en septiembre de este año. Mi madre me acompañó al traumatólogo, que nos recibió
con una sonrisa y nos dio la mano a las dos. Eso era algo a lo que nunca había
prestado atención, hasta el día en que nos dijeron que era imprescindible
hacerlo. Me escuchó activamente, sonreía con mis bromas e incluso me contestaba
a alguna de ellas. Respondió todas las dudas de mi madre, incluso aquellas que
no tenían nada que ver con el motivo con el que me habían llevado allí en un
principio.
Esta vez fue
ella quien dijo qué estaba estudiando y en ese momento el tono de la
conversación cambió. El empezó a usar términos más técnicos para dirigirse a
mí, alternando con mi madre de una forma más informal estableciendo una
relación completamente diferente para las dos. Y con tan solo media hora en su
consulta, me derivó a un radiólogo para hacerme un TAC y consiguió ganarse
totalmente mi confianza.
Es más, tuve que
hacerme ese mismo día una radiografía y, al terminar, interceptamos al médico a
la salida. Cuando nos vio, nos saludó y estuvimos hablando con él y la
recepcionista en la entrada hasta que nos fuimos.
Cuando fui a
realizarme el TAC, esta vez estaba yo sola. Me recibió el técnico con el
documento del Consentimiento Informado para que lo leyera tranquilamente y lo
firmase.
Estuvimos
hablando un rato mientras el radiólogo venía a verme porque le pareció muy
extraño que a una chica de 19 años le hubieran derivado para hacerse un TAC y al
principio, se mostró algo reacio. Fui yo quien le dije al técnico que estudiaba
y él quien se lo dijo al médico. Y volvió a repetirse la relación
médico-paciente en la que el médico utilizaba palabras técnicas para dirigirse
a mí, evitando los rodeos que daría para explicárselo a otro paciente y,
finalmente, me dijo que lo harían, para asegurar que no era nada malo, si yo
estaba de acuerdo.
Al recibirme y
al despedirse me dio la mano, mirándome a los ojos y sonriendo, aunque su
comportamiento fue un poco más frío con respecto a los del traumatólogo o el
que, ese invierno, tuvo la Médico de Familia del primer relato.
No fue así
cuando volví con los resultados del TAC al traumatólogo. En esta ocasión, el
doctor era diferente. Yo había leído antes los resultados del mismo, también
había visto las imágenes. Supe interpretarlos y, además, conseguí explicar a
mis padres qué era lo que tenía. Pero yo quería seguir yendo al médico, para
escuchar una opinión profesional.
Cuando fuimos allí,
el hombre nos recibió sentado, y nos hizo un gesto para que nosotras también lo
hiciéramos. Tras unos segundos –en los que estuvo mirando al ordenador– nos
saludó y, después de intercambiar unas pocas palabras le pasé los resultados.
Leyó en alto la
explicación, usando palabras como mediastino,
dorsal, ventral, daño a órganos internos… mientras soltaba interjecciones
como: claramente, exacto, perfecto.
Cuando terminó,
levantó la vista y nos miró a las dos. Después se dirigió a mi madre –no a mí,
que era la paciente– y la dijo que no teníamos que preocuparnos por nada, que
todo estaba bien y que eso no requería ningún tipo de intervención.
Yo había salido
antes de la universidad, saltándome dos clases para diez minutos en los que el
médico, que ni siquiera se había presentado, leyera en alto algo que –teniendo
en cuenta que no tenía ni la más remota idea de que yo conocía esas palabras y
que se las había explicado a mi madre o que podía entender las imágenes del TAC
porque no sabía qué era lo estudiaba –
ya habíamos leído antes en casa sin darnos ningún tipo de explicación. El
médico no fue pasivo, agresivo o asertivo. La apatía con la que nos trató
mezclado con el paternalismo consiguieron amargarme la mañana.
No sé cuánta
importancia le hubiese dado de no haber sabido cómo debe ser tratado un
paciente al ir al médico, de haber ido hace tres o cuatro años. Pero, cuando
salí, me prometí no volver a acudir a la consulta de ese hombre de necesitar
otra vez un traumatólogo.
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